- Ha muerto Francisco Pesquera, el último artesano de curiaras de Pavoni. El hecho coincide con el acelerado proceso de explotación minera a pocos kilómetros, justo la zona del coltán. Sus hijos lamentan y temen que ese saber casi se haya extinguido con el patriarca. Casi, porque en medio de los nuevos apetitos que abre la minería queda una llama, al menos una intención de honrar la cultura ancestral
Texto y fotos: César Vázquez
Una bandada de jurras pasó trillando al final de la tarde cuando la
nieta de Francisco gritaba rompiendo a pulmón y llanto el silencio
de todo el pueblo.
Su abuelo, el cacique, artesano y capitán de la comunidad, se había
ido. La casa estaba rodeada de gente que apenas susurraba en su
propia lengua, atrás venía un palo de agua que pintaba
sobrenatural. Eran casi las siete: la hora en que los zancudos te
guardan una doble porción de paludismo. Si uno quiere saber aquello
de lo que estamos hechos basta con acercarse a un funeral y oír, en
mi caso me tocó preguntar; de otra forma no se justificaba mi
presencia, cámara y grabadora en mano.
Pavoni queda cerca del Río Parguaza, en el municipio Atures del
estado Amazonas. Es una comunidad fundada por indígenas curripaco
que migraron de la hermana república de Colombia hace más de 40
años, a partir de los desplazamientos en el alto Guainía. El Arco
Minero del Orinoco pasa por el frente de este pueblo mordiendo los
linderos del extremo sur-oeste con el estado Bolívar.
Piaroas, houttöjas y curripacos, pueblos de artesanos, conuqueros y
mineros por tradición, comparten estos territorios.
El cuerpo lo trajeron en un camión que presta el servicio de
transporte público entre Puerto Ayacucho y las comunidades cercanas.
Llegué con unos parientes (indígenas nativos de la zona) cuando lo
estaban vistiendo. Se trataba de Francisco Pesquera, el último
hacedor de curiaras de por esos lados.
El Orinoco tiene a lo largo de su orilla centenares de puertos no
fiscalizados por donde sale el contrabando, por allí también llegan
los pescadores a vender o intercambiar lo que le pueden sacar al río;
si el intercambio es por gasolina van bien. En uno de estos puertos,
más abajo del pueblo, Francisco dejó por la mitad su última
curiara. Tenía casi noventa años de edad, la diabetes y su delicado
estado de salud le impidieron terminarla.
Él era el único que sabía cuál era la madera indicada, cómo
debía cortarse y su principal secreto estaba en saber sacarle el
Salsafrá.
José es uno de sus ocho hijos, en medio de su dolor me explicó que
el Salsafrá es el aceite que brota de la misma madera, un apresto
natural que le sacaba arrimándole hojas secas al palo para
quemarlas, y hace que la curiara mantenga su brillo evitando que se
erosione con el paso del tiempo.
En un descuido el hombre bajó para el caño de nuevo, comenta que su
papá venía mal pero no podía quedarse quieto, era incansable,
había vivido de esto y para esto toda su vida:
–Estaba hecho de la misma madera del árbol y tenía el mismo color
de la tierra, como cualquiera de por aquí.
Antes de morir pidió que le recogieran todas sus herramientas,
sufrió un ataque que José no supo explicarme; después me enteré
que se trataba de un accidente cerebrovascular. Tenía que terminar
la curiara que su viejo había dejado inconclusa, lo repetía como un
imperativo categórico; la condición inanimada del hacha dentro de
la caja, la naturaleza muerta en esas herramientas sin manos que las
sepan utilizar lo perturbaba en su calma. Se reprochaba una y otra
vez “no haber mantenido la cultura que su padre les había dejado”.
Las herramientas pasan de generación en generación –así como el
hacha, la curiara, la batea y la suruca donde se lavan el oro y el
coltán– son objetos que se resisten a la muerte, guardan en su
aura un legado cultural inalienable.
El palo de agua que nos cayó encima fue el de los muertos, ya que
estábamos cerca del 2 de noviembre, cuando los criollos celebramos a
los difuntos. En ese funeral se desarrollaba un hito histórico
cultural que pasaría desapercibido: La desterritorialización de un
saber ancestral se iba con el viejo y nadie supo conservarlo.
Quizá no sería nada emblemático lo que allí sucedía si no nos
referimos al impacto ecológico “ambiental” que contribuye y
estimula en su imaginario distópico, terrófago depredado y
depredador la palabra “pueblo minero”, la segunda parte de un
grave titular donde en vez de política se vea un escenario tipo
Avatar con transnacionales, grandes dragas, y por eso sea de más
consuelo juzgar a los Pesquera por no resguardar el patrimonio en
vida que juzgarlo por minero, churuatero, albañil, etc.
En este caso la muerte de Francisco no podía ser algo menos notable,
como mucho menos aleatoria la fragilidad de lo espiritual en los
pueblos indígenas que se dedican a la minería artesanal. Parece ser
arena de otro saco, cualquier sentencia a priori de las que se vienen
haciendo nos aleja de una posible comprensión de lo que allí
realmente sucede –Todos somos contrabandistas, o peor aún,
mineros– como si participáramos dentro de la metáfora del
desierto y la devastación desde un ahora tan nuevo, nuevecito, el
último grito y la última estrategia desarrollista (extraccionista)
impuesta “por el malévolo gobierno nacional de Maduro”. Ni todo
el coltán, ni todo el oro, eso sí, ni todo los prejuicios sobre el
Arco Minero del Orinoco, valen realmente lo que esa curiara sin
terminar significa para Pavoni y para todos nuestros pueblos
originarios.
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